Hay algo inquietante en la idea de que la humanidad entera esté perdiendo masa gris: nuestros propios cerebros muestran señales de encogerse, y diversas encuestas recientes sugieren que los promedios de inteligencia podrían estar bajando. Al mismo tiempo vivimos en un mundo tan cómodo y conectado que cada vez exigimos menos al pensar. ¿Qué tan cierto es todo esto? Examinemos las pistas: desde cambios físicos en nuestro cerebro hasta tendencias culturales, pasando por el papel de la tecnología y la evolución social.

Señales de alarma

Varios fenómenos conspiran con la sospecha de que la inteligencia colectiva se atrofia:

  • Reducción del cerebro: Las excavaciones antropológicas indican que los cráneos humanos fueron mucho más grandes en el Paleolítico tardío. Hoy el cerebro promedio pesa alrededor de un 10% menos que hace miles de años.

  • CI en descenso: Tras décadas de aumento (el “efecto Flynn”), en varios países desarrollados los puntajes medios de inteligencia estandarizada han dejado de subir e incluso han caído modestamente en las últimas generaciones.

  • Dependencia tecnológica: Calculadoras, asistentes de IA, GPS y buscadores suplen tareas mentales cotidianas. Cada vez menos recordamos datos o solucionamos problemas “a mano”: le pedimos a Google cualquier duda y dejamos que el GPS nos guíe.

  • Supervivencia sin esfuerzo: En el mundo moderno basta con terminar la primaria o un trabajo rutinario para sobrevivir y prosperar. No hace falta cazar ni inventar el fuego. De hecho, las sociedades avanzadas muestran, paradójicamente, que las personas con menos nivel educativo tienden a tener más hijos, mientras los más capacitados enfocan su vida en carreras especializadas.

  • Pensamiento crítico en jaque: La educación y la cultura tienden a premiar respuestas rápidas y entretenimiento, más que la reflexión profunda. Disminuye la lectura prolongada, se impone la “infoxicación”, los debates son superficiales y los jóvenes dedican más tiempo al scrolling que al razonamiento complejo.

A primera vista puede parecer un diagnóstico extremo. Sin embargo, cada ítem merece un vistazo a fondo: aunque la conclusión no está escrita en piedra, varios investigadores advierten cambios reales, por modestos que sean.

Cerebros en miniatura: la reducción del cráneo

Desde los primeros Homo sapiens hasta hoy, la historia cerebral no es lineal. Durante millones de años nuestro encéfalo creció hasta un pico, pero después comenzó a decrecer. Varios estudios recientes señalan que tras el último período glacial (hace unos 10-15 mil años) el volumen promedio de nuestro cerebro disminuyó en torno a un 10%. Dicho de otro modo, tendríamos un cerebro un 10% más pequeño que el de los humanos prehistóricos más recientes.

¿Por qué encoger? Aún no se sabe con certeza. Se dice que con la agricultura y la vida en sociedades densas muchas funciones complejas quedaron externalizadas: ya no necesitábamos resolver solos cada problema (desde fabricar herramientas hasta almacenar comida). Con entornos más estables, el cerebro tal vez empezó a ajustarse y reducirse un poco. También sube el peso corporal promedio y cae la razón cerebro-cuerpo, y aunque eso explica parte del cambio, los datos sugieren que en realidad perdimos materia cerebral.

Que el cerebro sea menor no significa mecánicamente “menos inteligencia”. La verdadera capacidad cognitiva depende tanto de la estructura neuronal como de la educación y el ambiente. Aun así, es un dato llamativo: si bien seguimos siendo criaturas asombrosamente inteligentes, transportamos un “hardware” más reducido que el de nuestros ancestros. Ese ligero encogimiento sugiere que ya no estamos en plena “carrera cognitiva” evolutiva, sino quizá en una especie de pausa (o retroceso) adaptativo, algo impensable para la mente del cazador-recolector.

¿Menos inteligentes? El misterioso descenso del CI

En las clases de historia del siglo pasado aprendimos que el cociente intelectual (CI) promedio fue aumentando gradualmente a lo largo del siglo XX: mejor nutrición, educación masiva y entornos estimulantes hicieron crecer las puntuaciones en los test cognitivos. Este fenómeno se llamó el efecto Flynn. Pero desde fines del siglo XX se detecta una tregua que tiene matices preocupantes: en varios países ricos los puntajes dejaron de subir e incluso retrocedieron unos pocos puntos en una o dos generaciones.

Por ejemplo, un estudio reciente con miles de estadounidenses entre 2006 y 2018 reportó descensos en categorías clave (razonamiento verbal, lógico-matemático, etc.), algo nunca visto antes. Lo mismo ocurrió en partes de Europa, donde países como Finlandia, Dinamarca o Noruega han documentado un descenso de 5 a 8 puntos de CI en una generación. En el cómputo global no hay un consenso rotundo: mientras algunos hablan de “psicosis moral” porque otros datos aún muestran incrementos lentos o estancamiento, lo cierto es que el ánimo general se ha tornado cauto.

Más allá de quién lleva la razón numérica, lo relevante es entender las causas. En ningún caso se cree que la genética humana haya “empeorado” repentinamente: la explicación debe ser ambiental. Se han propuesto decenas de factores: los cambios en los sistemas educativos, la mezcla poblacional por migraciones, la contaminación (como el plomo que afecta el desarrollo), la proliferación de pantallas, incluso el nivel de ruido ambiental. Una hipótesis particularmente interesante es que la fertilidad sigue un patrón involutivo: en muchos estudios demográficos, las personas de menores recursos educativos (indicadores indirectos de menor IQ promedio) tienen más hijos. Si este dato es cierto a gran escala, en el largo plazo podría generar un pequeño “efecto Flynn negativo” por pura estadística poblacional.

En resumen, no hay un veredicto definitivo, pero hay indicios: tras décadas ascendentes, los puntajes de inteligencia estandarizada parecen haber topado techo en algunas sociedades. El asunto todavía es debatido entre expertos, pero a nivel de mensajes populares basta con escuchar a un profesor que dice “los chicos ya no piensan como antes” o notar que los tests de admisión se hicieron ligeramente más fáciles. ¿Se traduce esto en “la humanidad es cada vez más tonta”? No necesariamente en el corto plazo, pero sí sugiere una advertencia: algo en el ambiente moderno está limitando el desarrollo cognitivo colectivo.

Memoria externa: la dependencia tecnológica

La imagen ya forma parte del paisaje urbano: personas caminando con la vista fija en el smartphone, esquivando obstáculos a tientas. El teléfono no solo nos distrae, sino que ha absorbido funciones cognitivas clásicas. Casi todo lo sabemos a través de una búsqueda rápida: direcciones, datos, nombres, fechas… con un click. GPS y Google nos liberan de memorizar rutas o información básica. Calculadoras y aplicaciones resuelven cálculos complejos en segundos. Corregidores ortográficos evitan que practiquemos la escritura. Las nuevas “inteligencias artificiales” prometen ahora hasta generar ensayos o programar por nosotros. En suma, nuestras rutinas mentales se autómatan.

Los ejemplos sobran:

  • Automatización e IA: Procesos que antes requerían razonamiento manual hoy los hacen robots o programas. Desde rectificar ecuaciones hasta diagnosticar enfermedades, delegamos el “pensar duro” a las máquinas.

  • GPS y navegación: Ya casi nadie memoriza un mapa de ciudad. Con el GPS aprendemos menos de cómo orientarnos, y los estudios indican que el uso crónico de navegación asistida puede debilitar la memoria espacial (las funciones del hipocampo).

  • Buscadores y asistentes virtuales: No aprendemos fechas históricas, definiciones o datos triviales porque basta preguntarle a Google o Siri. Existe incluso un “efecto Google” documentado: tras la era de la Internet ubicua, tendemos menos a guardar la información en la memoria, sabiendo que podremos recuperarla en la nube.

  • Otras tecnologías: El corrector ortográfico, los filtros de autoservicio y aplicaciones especializadas hacen más corto el entrenamiento mental. Con cada “comodidad” que implementamos, nos ejercitamos un poco menos en recordar, calcular o resolver problemas.

En conjunto, la tecnología representa un extraordinario “oficial de delegaciones” para la mente. Lo bueno es que ganamos velocidad y confort; lo malo es que perdemos práctica. Como un músculo que no se entrena, las vías neuronales dedicadas al razonamiento profundo pueden atrofiarse sutilmente si rara vez se ponen a prueba. Algunos investigadores señalan que desde la aparición de los smartphones las personas dedican un 20% menos de esfuerzo mental a tareas cotidianas que diez años antes. Esto no significa que nos volvamos súbitamente “tontos”, pero sí alerta sobre un empobrecimiento paulatino del reto cognitivo diario.

Un mundo blando: ¿por qué ser inteligente?

Otro factor clave es el cambio drástico en las reglas de la supervivencia y la reproducción. En el pasado —épocas de hambre, plagas y guerras— las sociedades solo premiaban a quienes resolvían problemas agudos: acumular comida, construir refugios, curar enfermedades con hierbas, encontrar agua. Hoy esas necesidades básicas están casi todas cubiertas por la “ciencia-aplicada”: granjas industriales, medicinas, tecnología alimentaria, ingeniería hídrica. Una persona de inteligencia promedio (incluso inferior a promedio) puede subsistir perfectamente en ciudades con economía de bienestar.

A esto se suma que la competencia reproductiva cambió: antaño el “fuerte” o “hábil” tenía ventaja, pero hoy la reproducción no exige un alto CI. El atractivo social se mide en éxitos superficiales (popularidad online, estatus económico) y la empatía o visibilidad, más que la erudición. De hecho, los datos poblacionales recientes sugieren algo llamativo: en muchas sociedades avanzadas, los grupos con menor nivel educativo (que suele correlacionar con CI promedio más bajo) tienden a tener más hijos que los grupos muy educados. Si esto se confirma a gran escala, plantearía una evolución demográfica relativamente “desevolutiva” en términos de IQ.

Por otro lado, las habilidades valoradas socialmente han cambiado. Hoy un piloto de avión puede volar con piloto automático, un contable con programas, y un granjero con cosechadoras electrónicas. Muchos empleos básicos (cajero, chofer, vendedor) no requieren resolver problemas complejos: seguir un procedimiento estándar es suficiente. Incluso la escuela ha virado hacia la preparación para trabajos que no exigen excesiva creatividad. Al final, la inteligencia en el sentido práctico de “sobrevivir y progresar” es menos necesaria para el ciudadano medio. En otras palabras, hemos domesticado la presión selectiva: la teoría de la evolución por supervivencia del más capaz se ha relajado enormemente en la cultura urbana.

Cultura y educación: el pensamiento crítico en peligro

Estos cambios se reflejan en la esfera cultural y educativa. Las universidades y colegios, presionados por masas estudiantiles digitales, a veces han optado por enfoques pedagógicos más “comodones”: exámenes múltiple opción, enseñanza audiovisual rápida, memorización al por menor… y menos énfasis en el debate abierto, el análisis de textos profundos o los ensayos largos. El resultado es que las nuevas generaciones saben manejar memes y redes, pero procesan peor información compleja.

Los estudios en psicología de la educación lo confirman: a más exposición a pantallas en vez de libros, los jóvenes desarrollan habilidades visuales (pueden entender videos o gráficos fácilmente) pero pierden un poco de capacidad de concentración y razonamiento largo. La famosa psicóloga Patricia Greenfield, por ejemplo, observó que leer por placer (actividad en declive) ejercita la imaginación y la formación de ideas complejas, algo que la exposición continua a videojuegos o redes sociales no reemplaza.

Además, la avalancha de información facilona (titulares sensacionalistas, contenidos breves, “curación” algorítmica de noticias) fomenta el pensamiento rápido y reactivo, no la deliberación. Se presta más atención a likes y retuits que a hechos. Quizá sin notarlo, hemos cultivado una cultura del “piensa rápido y no pienses mucho” donde el cuestionamiento riguroso se desincentiva. En las aulas, esto se traduce a veces en jóvenes menos capacitados para argumentar un punto de vista largo, resolver problemas abstractos o escribir un ensayo profundo.

No todo son síntomas negativos: también hay defensores de que la educación debe adaptarse a la era digital, preparando pensadores multimedia. Pero la preocupación persiste: si la generación criolla con smartphones desde la cuna no aprende a leer y debatir en serio, podríamos ver una pérdida gradual del hábito de pensar críticamente.

Reflexiones finales: ¿hacia dónde vamos?

¿Significa todo lo anterior que la inteligencia humana está condenada a extinguirse? El panorama no es tan apocalíptico como el título de esta entrada, pero es lo suficientemente inquietante. Por un lado, el ser humano es tremendamente adaptable: quizá nuestro “IQ medio” ya no necesita subir más en este mundo de confort extremo, o bien ha desarrollado nuevas habilidades (multitarea digital, rápida adaptación tecnológica) que antes no medíamos con los test tradicionales. Y ciertamente la tecnología (incluso la inteligencia artificial) podría abrir caminos que ni podemos imaginar, compensando cualquier pérdida de ciertas destrezas con otras ganancias.

Por otro lado, no hay razón para ignorar las tendencias. Una humanidad que delega sus procesos mentales al borde de hacerlos automáticos está en riesgo de atrofiar esas capacidades. Como ejercicio intelectual, puede convenir asumir temporalmente el rol de alarmistas para ver el futuro con más claridad: si dejamos que la comodidad anule la curiosidad, podríamos sembrar una generación menos capaz de cuestionar, innovar y resolver por sí misma.

Quizá lo sensato sea un camino medio: reconocer los avances y comodidades sin renunciar por completo al esfuerzo mental. Aprovechar la tecnología sin olvidar los retos intelectuales. Fomentar en la educación —y en nosotros mismos— espacios de reflexión profunda, lectura atenta y resolución de problemas complejos. Si los estándares cognitivos decaen, al menos apuntemos a mantener encendida la chispa de la creatividad y el pensamiento crítico, por duro trabajo que dé. Después de todo, siempre podemos pedirle a Google que nos explique por qué es buena idea ejercitar la memoria de vez en cuando.